Sería absurdo negar el que el sindicalismo español representado fundamentalmente por dos organizaciones históricas, como UGT y CCOO, está en una profunda y seria crisis de credibilidad. Su errática actitud desde que se inició la crisis, su falta preocupante de respuestas contundentes a ésta, y la percepción por la mayor parte de muchos trabajadores de cierta connivencia con el gobiernillo de ZP, han hecho caer su prestigio e influencia a un nivel mínimo.
Pero, sería igualmente absurdo, achacar este problema sólo a la crisis. La cuestión sindical se arrastra desde hace muchos años, pero ahora, por unas circunstancias verdaderamente terribles, se ha manifestado de la forma más dura posible.
Lo más dramático es que, mientras los mercados se han organizado perfectamente, han presionado a los gobiernos, han manipulado las informaciones y las realidades, han especulado con la economía y han doblado voluntades pretendidamente soberanas, las fuerzas sindicales han estado muy por debajo de lo que cabría esperar de ellas.
Y la cuestión, no es sólo si ambas centrales han acertado en la convocatoria, tardía, de una huelga general, o si el anuncio de que en enero no habrá otra huelga de ese tipo es conveniente o no. Este es un hecho puntual sobre el que se puede debatir. Ciertamente son aspectos relevantes pero, con todo, son nada más la manifestación pública de un problema mucho más de fondo; una cuestión de estrategia y de ideología.
Lo cierto es que el sindicalismo español es muy débil, por falta de militancia, y está maniatado por su inmersión excesiva en el sistema que, curiosamente, es el que lo financia. Los sindicatos dependen de los presupuestos del Estado y, por tanto, jamás actuarán contra un sistema que les mantiene.
De ahí que hayan hecho de la negociación con el gobierno de turno todo el eje de su política. Y no siempre el pacto es la mejor solución.
Por eso los trabajadores nos preguntamos ahora qué es lo que hay que negociar en las condiciones actuales. Con una gobierno que ha tomado una serie de medidas absolutamente contrarias a los intereses de la mayoría hay muy poco que negociar y si mucho que presionar.
Si la oferta de acuerdo, por ejemplo, es rebajar la dureza de la reforma laboral en algunos aspectos, a cambio de ampliar la edad de jubilación y presentar esto como resultado de una negociación, la respuesta debe ser que eso es un simple intercambio de cromos para salvar la cara, y no aceptar semejante tomadura de pelo como un éxito.
Evidentemente, la dependencia sindical del sistema, es una cuestión directamente proporcional a la importancia de cada central y, no recibe lo mismo UGT que USO o CNT, por poner algunos ejemplos. Por eso el sindicalismo de clase está hoy más cerca de estas organizaciones pequeñas que de las dos mayoritarias.
Pero con ser esto muy grave, no lo es menos el anquilosamiento de UGT y CCOO en los últimos años, en los que se han dedicado casi con exclusividad a la gestión y negociación de convenios colectivos, y en la mayor parte de los casos en sus aspectos meramente salariales. Hay excepciones, pero son precisamente las que confirman la regla.
La consecuencia de esta actitud es que buena parte de los trabajadores han llegado a la conclusión, absolutamente equivocada y con unos resultados catastróficos, de que las centrales sólo sirven para eso y se han desentendido de ellas. La afiliación es mínima y la militancia activa aún más.
Precisamente por esto, es por lo que no se ha producido la necesaria renovación en la cúpula dirigente sindical. Este cambio de personas, de líderes, de actitudes es hoy más precisa si cabe, porque los que están, llevan demasiado tiempo, están aletargados, nos son capaces de ver que la sociedad ha cambiado y además, en ocasiones, aunque esa crítica es muchas veces injusta, algunos han caído en un serio desprestigio personal que perjudica a todos los demás.
Los sindicatos han confundido ser responsables, no crear un gran conflicto social innecesario, con ser ineficaces, no actuar nada más que cuando la situación se ha hecho verdaderamente insostenible y cuando el país supera los cuatro millones de desempleados.
El sindicalismo español de clase necesita una revolución interna intensa; total, tiene que arrasar las viejas estructuras que no sirven, acercarse a todos los trabajadores, hacer un llamamiento a la ciudadanía para que presione con firmeza ante la ofensiva del gobiernillo representante de los mercados.
De lo contrario nos veremos entonando un réquiem por los sindicatos y, después, por nosotros mismos.