En las democracias parlamentarias los gobiernos que son sustentados por una mayoría, ya sea propia o apoyada por una alianza o pacto de legislatura, tienen asegurada, salvo catástrofe, la aprobación de las leyes que consideren necesarias y convenientes. Los votos de los diputados pueden convertir en ley, incluso aquellos proyectos que sean manifiestamente impopulares.
Durante muchos años el parlamentarismo sólo sirvió a la clase dominante y, en realidad, sólo muy recientemente, los trabajadores, mediante nuestras organizaciones políticas, hemos tenido acceso a esas sedes representativas y a la posibilidad de formar gobiernos salidos de las urnas que con un programa avanzado representan los intereses de la clase dominada.
Así, en puridad democrática, los trabajadores no tendríamos nada que temer desde el momento en que, con una mayoría parlamentaria suficiente, se pudiera conformar un gobierno de orientación socialista que es precisamente la llamada de defender sus derechos de clase
De aquí podemos deducir que la clase trabajadora habría renunciado a la toma del poder por la vía revolucionaria, aceptando la legitimidad parlamentaria, en la confianza de que sus derechos como tales trabajadores no serían conculcados.
Pero, ¿qué pasaría si esa mayoría socialista, legislara, por los motivos que sean, de forma contraria a los intereses de quienes representa, incluso vulnerando los puntos programáticos sobre los que se sustentó su victoria electoral?
Evidentemente, los trabajadores tendríamos el derecho democrático de retirar de inmediato la confianza a ese gobierno, bien exigiendo su dimisión y la convocatoria de nuevas elecciones, o bien, derribándolo por otros medios más expeditivos como podía ser una permanente movilización.
En definitiva, el gobierno que actuase así, estaría cometiendo un fraude democrático y poniendo en riesgo la propia esencia del sistema parlamentario, que se basa sobre todo en cumplir el mandato que los representantes de los ciudadanos reciben de aquellos a quienes representan (no sustituyen) sobre la base de aquello para lo que se les ha elegido.
Al engañar a sus electores, ese gobierno perdería toda clase de legitimidad para seguir siéndolo.
Por otra parte, los trabajadores, incluso antes de poder participar activamente en la vida política, tuvimos a los sindicatos como defensores de nuestros intereses. Ciertamente los sindicatos nos son organizaciones políticas y no concurren a las elecciones, pero si participan de ella y deben tener un papel muy vigilante para que los derechos de este colectivo no se vea perjudicado.
Su función, evidentemente, no es legislar, pero si impedir, con los medios que tienen a su alcance, que las leyes destruyan derechos de los trabajadores. Su papel no es negociar recortes en esos los derechos, para evitar un teórico mal mayor, sino oponerse a que esto ocurra.
Por tanto, con cualquier clase de gobierno, los sindicatos tendrán que estar atentos a las posibles maniobras o desviaciones que puedan producir decisiones lesivas, con las armas que les son propias, es decir, las movilizaciones de la masa trabajadora
Pero, igualmente, qué pasaría cuando un sindicato incumpliera de forma inexplicable el mandato recibido de la gran mayoría de los trabajadores y pactase con un gobierno un acuerdo que fuera francamente demoledor para los intereses de estos.
Y todavía peor, qué pasaría cuando ese sindicato se arrogara la representación de todos los trabajadores cuando sólo representara a una parte y ademas hubiera recibido un mensaje expreso de no ceder ante las posturas que pretendieran un retroceso en los derechos sociales.
Pues, al igual que en el caso del partido que traiciona a sus electores, ese sindicato perdería legitimidad, perdería credibilidad y muy posiblemente ya no representaría a quien dice representar, con lo cual habría que llegar a la conclusión -penosa- de que debería ser relevado y abandonado.
Como conclusión, podría decir que esta hipotética situación vendría a demostrar que abandonar imprudentemente caminos alternativos al parlamentarismo, confiarlo todo al juego de las mayorías y abandonar las movilizaciones para actuar sólo mediante la negociación, cuando no se tiene fuerza suficiente, sería una barbaridad.
Claro que, evidentemente, esto es sólo una ficción porque los partidos socialistas nunca legislan contra los trabajadores y los sindicatos jamás negocian lo innegociable.