Mañana se cumplen 34 años de uno de los crímenes más atroces que ocurrieron durante la maravillosa transición del franquismo al juancarlismo: la matanza de los abogados laboralistas de Atocha. Un crimen del que jamás se supo quienes fueron sus cabezas pensantes, como ha sucedido en tantos otros casos similares durante esa gloriosa época.
Me gustaría que este breve entrada no se tomara como un texto revanchista en el que se clama por la venganza. No, nada más lejos de la verdad. Sencillamente pretende algo mucho más sencillo como es un homenaje a los muertos y los heridos en aquel atentado y una modesta advertencia.
Enrique Valdevira Ibañez, Luis Javier Benavides Orgaz, Francisco Javier Sauquillo, Serafín Holgado de Antonio y Ángel Rodríguez Leal fueron asesinados. Miguel Sarabia, Alejando Ruiz-Huerta, Luis Ramos Pardo y Dolores González Ruiz resultaron heridos. Honro desde aquí la memoria de todos y cada unos de ellos.
Los ejecutores de la matanza fueron detenidos, no sé si todos pero, desde luego, los que les alentaron, los autores “intelectuales”, por emplear la palabra habitual en estos casos, aunque poco o nada encaja son esa chusma, no pasaron jamás a disposición de los jueces.
El segundo objetivo de este comentario es alertar a aquellos que creen con cierta ingenuidad que con recordar estas cosas sólo se remueve el pasado para dividir o para distraer a la ciudadanía de los verdaderos problemas de la nación.
No es así. Si le damos la espalda a nuestra historia, si preferimos mantenernos en la ignorancia, si aceptamos la amnesia colectiva como terapia, no seremos capaces de distinguir, cuando sea necesario, dónde está el verdadero peligro para la convivencia, para el desarrollo armónico de los pueblos que conforman este estado.
No se trata de abrir nuevo juicios, ya la historia se ha encargado de ello. Es sencillamente saber para evitar, en la medida de nuestras posibilidades, que actos de barbarie semejante se vuelven a repetir.
Y, para que eso sea posible, hay que tener un conocimiento serio y riguroso de los hechos, de cómo fueron, por qué se produjeron y quiénes fueron sus inductores. Sólo así, pese a quien pese, podremos evitar que los intolerantes, que no tienen por qué ser identificados con los radicales, acaben por imponer la única forma de debate que conocen: la del puño y la pistola.